En esta época convulsa, en la que ya no hace falta mirar más allá de nuestras fronteras para ver la desolación, la miseria, el hambre, nos decimos a nosotros mismos que somos más solidarios y sensibles al sufrimiento humano que aquellos que nos gobiernan. Y quizá tengamos razón, pero hoy no.
Sale publicada en portada la fotografía de un hombre a punto de ser arrollado en el metro de Nueva York. El mundo se indigna, desde sus casas, por la falta de ética del fotógrafo (que con el flash de su cámara, dice, quiso alertar al conductor….ejem ejem) y del periódico. Unos y otros defienden su actitud. El fotógrafo se excusa en que estaba lejos y que había otros más cerca que tampoco hicieron nada. Y ya está aquí: la responsabilidad diluida.
Nos explicaban en clase de psicología social que si teníamos un infarto en plena calle era mejor que por allí pasara una sola persona, que no estuviéramos en una calle atestada. ¿El motivo? Que aquí no impera la lógica de cuantas más personas haya más ayuda recibiré, sino todo lo contrario. En estas situaciones la responsabilidad se diluye entre los presentes de manera que si vas solo por la calle y alguien pide auxilio, nos vemos en el deber moral de prestar ayuda. Si somos muchos podemos pensar «que otro lo haga, por qué me voy a implicar yo»
Desde la comodidad de nuestro hogar juzgamos a aquellos que pudiendo acercarse al andén a socorrer al hombre se quedaron impasibles, pensando, quizá, que otro ayudaría. Pero no podemos tener la convicción de que de haber estado allí hubiéramos actuado de manera distinta.
Sin entrar a valorar la actuación del fotógrafo, que cuando fotografía a un niño muriendo de desnutrición en un país africano gana un premio pulitzer, y cuando lo hace de un hombre en occidente es juzgado, este hombre capturó una parte del alma de nuestra sociedad. Una parte que no nos gusta, que rechazamos, pero que es tan nuestra como aquellas que nos hacen sentir orgullosos. Lo mejor y lo peor convive en nosotros. Y a veces ese «lo peor» es tan terrible como ver a alguien morir frente a nosotros y no hacer nada.