Uno de los pensamientos que nos persiguen cuando tenemos hijos es “¿seré como mi madre/padre?” Tenemos claro que no queremos cometer los mismos errores (lo que nosotros consideramos errores).
Nos trazamos – consciente o inconscientemente – una hoja de ruta: “haré esto de tal modo, no haré esto así”. “Con mi hijo dialogaré, le explicaré cómo son las cosas”. “No seré su amigo pero tampoco seré un sargento”. Y sobre todo “no le pegaré, no le daré un cachete, no le zarandearé”. Estos recursos están en el cajón de herramientas de los padres que queremos ser. Pero también tenemos otro cajón de herramientas, el de la educación recibida, y suele ser el que está más a mano.
La violencia física, sea del tipo que sea, no es efectiva como método educativo. Humilla y denigra a quienes la reciben. Nos ha quedado claro. Pero del mismo modo que nos llevaríamos las manos a la cabeza si viéramos a una persona pegar a su pareja en plena calle, deberíamos escandalizarnos y actuar igual cuando se agrede a un niño. Y no sólo cuando la agresión es física, también psicológica.
Nada puede aprender un niño cuando se le agrede, más que a temer a su padre/madre o hacer la travesura con más cuidado para no ser descubierto. La persona que nos cuida y nos educa debe hacerlo con respeto, poniendo límites y con amor.
Y volviendo al inicio, como padres respetuosos que somos, queremos educar a nuestros hijos de la mejor manera posible. Queremos enmendar los errores que hayan podido cometer nuestros padres con nosotros, por su propia educación, por los tiempos en que estaban, etc. Por ello tratamos de explicar y razonar con nuestro/a hijo/a por qué le decimos “no”, por qué no puede hacer esto o aquello, por qué es mejor comportase de este modo y no de otro, etc. Y no gritamos. Ante una rabieta suya respiramos profundo y contamos hasta 10 y volvemos a explicar las cosas y validamos sus sentimientos, aunque nuestras palabras sean firmes.
Pero llega un día, un instante, en el que ya sea por agotamiento, estrés, porque van muchas pataletas seguidas o por nuestras propias preocupaciones en el que ¡se despierta el monstruo que duerme en nuestro interior!
Cuando actuamos de manera racional somos capaces de comportarnos de acorde a nuestro sistema de creencias, de valores, nuestro Yo ideal, es decir quien queremos ser. Sin embargo cuando actuamos de manera emocional o estamos desbordados no podemos detenernos a buscar las herramientas en el cajón “deseable”, el del Yo ideal, sino que solemos tirar del cajón que tenemos más a mano, es decir, el modelo de crianza más cercano, más accesible: el que hemos recibido.
Y ahí es cuando se nos escapa el decir las cosas a gritos, meter al niño en la silla del coche a la fuerza, asirle del brazo para retirarle a otro lugar, referirnos a él con un “es que este niño parece tonto”, un “tira para allá” con malas formas, etc. Y cuando la tormenta ha pasado y nos hemos relajado, en frío, reconocemos en nuestro comportamiento el trato que nosotros mismos recibimos en nuestra infancia y llega el malestar, quizá la culpa e incluso la vergüenza.
Las personas que en su infancia fueron educadas con un modelo de crianza similar, basado en que cuando los mayores hablan los pequeños callan, en que los niños son ciudadanos de segunda, en que se obedece y punto, donde no se cuestiona nada, tienen en su interior un pequeño monstruo que todo lo recuerda y se activa cuando vive una situación similar, aunque ahora el rol sea otro. Los hay que aprenden a mantener a raya al monstruo interior. Cuando aparece lo devuelven al rincón y son libres de seleccionar de su cajón de herramientas, del Yo ideal, aquellos recursos para hacer frente al comportamiento que no aprobamos de nuestro hijo.
Hay otras personas que no lo controlan y dan el mismo trato a su hijo que recibieron. Luego se arrepienten, está unos días calmados repitiéndose que lo que hicieron estuvo mal, vuelven a ser esos padres que quieren ser… Y así hasta la próxima vez que se despierte el monstruo interior.
Y por último están aquellos que se deshicieron del monstruo, que acabaron con él. Porque su motivación era muy fuerte (por ejemplo aquellas personas que sufrieron momentos de auténtico miedo, que recibieron una violencia ya sea física o emocional y tienen gravado a fuego que no lo perpetuarán) y/o porque aprendieron técnicas para evitar afrontar situaciones mediante el cajón de herramientas de su propia infancia.
Si te lo propones, y sabes cómo, puedes ser el padre que quieres ser – al menos la mayor parte del tiempo 😉 -.